Días de verano

Recuerdo aquellas vacaciones privilegiadas de mi infancia que duraban tres meses. Como entonces la mayoría éramos semipobres (nos parecía un "estado" natural), los niños de las ciudades pasábamos la mayor parte del verano en casa de los abuelos, en el pueblo. Mi abuela Cala vivía a 20 kilómetros del mar, en una zona industrial, pero rodeada de montañas, ríos, castaños y hayas. Yo, niña de asfalto, llamaba a aquel lugar "la primera maravilla del mundo".
Y en ese sencillo paraíso, eché raíces. Raíces de familia, de amistad, de tierra, de cosas bonitas...

Ahora, intento reproducir un ambiente similar para mis nietos, cálido, sencillo, auténtico, en el particular "estado del bienestar" que disfrutamos, excesivamente pragmático y frío. Lo consigo a veces: en una sencilla casa de campo, enclavada en un paisaje muy bello, reúno a mi prole especialmente en verano. Hacemos senderismo, descubrimos plantas, saltamos de piedra en piedra por los riachuelos, comemos moras, cocinamos, jugamos a las cartas... Echamos raíces. Esos momentos me producen una felicidad tan intensa que, con mis nietos, me siento joven.

El otro día fue mi cumpleaños, y una de mis nietas, Cala también, seis preciosos años de espontaneidad, me ayudó a aterrizar dulcemente: "abuela, ¿ cuántos cumples?" Le respondí: " seistantos". "¡Ay va!", exclamó.

Llegamos a la conclusión de que lo importante no son los años sino pasarlo bien juntas. ¡Y hay tantas formas de hacerlo! En eso estamos.