El desánimo hace mella entre la vecindad: llegan las cenizas de los vendedores de humo

La retórica falaz y espumosa utilizada para esconder los problemas sociales que necesitan recursos parece acabar con su crédito. Es fácil identificar al charlatán de turno porque su manual desemboca en ese conglomerado de tópicos encadenados en los que las palabras pierden toda credibilidad. Sin embargo, ocurre que cuando este charlatán conquista un cargo y envanece, sus humos, ahogan el quehacer profesional. Las responsabilidades obligan a ejercer y no a hablar de cómo ejercer, manía que practican los vendedores de humo, por supuesto, legalmente, instalados entre nosotros.

Los problemas sociales que vapulean el día a día se deben tratar como los problemas que son y no como pasto para alimentar mítines. Esto significa: primero diagnosticarlos, segundo, proponer las vías de solución reales y tercero, ejecutarlas. No exige más que seguir la metodología. Los problemas psicosociales que asolan a las personas de la vecindad se han convertido en el abono para rellenar cualquier declaración, siempre con el mismo patrón: por una parte, los responsables directos los minimizan con discursos de pacotilla ad hoc, por la otra, la oposición los exagera para sacar los réditos oportunos. Tanto una como la otra cara muestran la insensibilidad, primero de una clase política desvinculada de la realidad y segundo de unos cargos de confianza, enamorados de sus ombligos, y demasiadas veces con nulas competencias en los asuntos que deben resolver.

Si estos cargos ambulantes, asesores rotantes entre administraciones públicas, supieran la vergüenza ajena que generan en el interlocutor, posiblemente, y siempre que su vanidad no se lo impidiera, se informarían sobre los asuntos que tratan y sobre los cuales tienen el poder de decidir.  ¿Pero a quien le interesa resolver los problemas de verdad cuando se puede entretener hablando de ellos? Ida M. Cannon, pionera del trabajo social sanitario, tenía un dibujo del pájaro Dodo en su despacho, que decía: «¿Por qué Dodo dice, la mejor manera de explicarlo es hacerlo?».

La calle se ha convertido en escenas de cruda realidad. Hace unos días, vi una mujer sentada en un banco de la acera con dos perros echados a sus pies. La vi desde lejos y llamó mi atención el decaimiento que desprendía su imagen. A medida que me acercaba nuestras miradas se cruzaron. En sus ojos hundidos vi la bondad, pero también vi a una persona vencida en su pena. Los perros fueron el pretexto y me detuve. Inmediatamente ella empezó a hablar: «Me quedo en este banco cada día un rato para ver gente. Si no, no hablo con nadie. Muchos vecinos se han ido del barrio... lo están deshaciendo todo. Vivo sola y si no bajo a la calle, no hablo con nadie. De hace meses solo hablo con desconocidos. A veces, te veo paseando», me dijo. «Me llamo Marga», añadió. 

Me di cuenta, una vez más, de lo importante que es el tejido social de los barrios, de las redes de vecindario como parte el bienestar individual. Le dije que tenía la misma sensación de ser testigo de la destrucción de una ciudad amable, de un vivir los restos de la creatividad que durante años la había alimentado arquitectura y urbanismo. Mientras, el vecindario asiste a la degradación del barrio y por extensión de la ciudad, ello por la dejación del ayuntamiento y los demás entes con responsabilidades en vivir urbano, que siguen con su retórica de cenizas. Le propongo a Marga intercambiar los números de teléfono por si en algún momento necesitamos ayuda, al fin y al cabo, somos vecinas. Es el hacer frente al explicar lo que hay que hacer.