Blog de Dolors Colom Masfret. Plusesmas.com
Directora Científica del Master Universitario de Trabajo Social Sanitario. Estudios de Ciencias de la Salud. Universitat Oberta de Catalunya (UOC). Profesora asociada del Grado de Trabajo Social. Universidad de Barcelona (UB). Directora de la revista Agathos, atención sociosanitaria y bienestar.
Verano en la ciudad
martes, 30 de agosto de 2016
Thornton Wilder (1897-1975) en su obra teatral Our Town (1938) puso en boca de uno de sus personajes la siguiente frase: «...disfruta de la luz nocturna de la luna y huele las flores...». Un consejo alado, liberado de las ataduras del tiempo, alcanzable para cualquiera que desee alcanzarlo. Un consejo para guardar y obsequiar, tantas veces como se precise, a aquellos que nos rodean y nos damos cuenta que su existir les impide ver la luz de la luna en la noche o disfrutar del aroma de las flores a cualquier hora. El drama Our Town, a Wilder le valió su segundo premio Pullitzer en 1938. El primero lo había recibido en 1938 por su novela «El puente de San Luis rey» texto adaptado al cine en 2004 bajo la dirección de Mary McGuckian.
La ciudad, este entramado de gentes de todas las edades y circunstancias, con sus inquietudes, ilusiones, disgustos, preocupaciones, expectativas, añoranzas, recuerdos, en definitiva toda una urdimbre de las densidades humanas que se estampa en edificios y calles, revolotea tocando con su varita los comercios de ultramarinos, las panaderías, las mercerías, los parques y devuelve al paseante un ambiente singular, le muestra su espíritu.
A veces, uno siente que todas las épocas se reúnen en ese aire cálido que en verano serpentea por las calles de la ciudad y se cuela silbando a través de los estores y persianas de las ventanas abiertas, y husmea en conversaciones ajenas. En verano la vida en la ciudad cambia su interior. Los habitantes habituales se van y llegan visitantes ansiosos por descubrir los rincones, pedazos de historia o fotogramas de alguna película, quizás escenarios leídos en alguna novela. En verano, la ciudad se deshace y deja al descubierto sus secretos, su belleza y simplicidad. Acostumbrados al ajetreo diario del resto del año, a los excesos de coches, autobuses, bicicletas, taxis, patines, patinetes u otros artefactos de ruedas invadiendo aceras, acostumbrados a aglomeraciones para entrar o para salir del metro, del cine, del teatro, de la floristería, en verano, salvo en las zonas propiamente turísticas, las ciudades se convierten en espacios deseables en donde la calma y el silencio, el aire mucho más limpio y brillante, toman la iniciativa y dejan todo el ambiente regado de una asombrosa esperanza.
Los sonidos del verano en las calles de la ciudad son pequeñas alertas, rumores. Los aromas abrazan las terrazas y revolotean al paso de los caminantes. Las grandes ciudades en verano permiten al paseante, imaginar, o recordar, cuando la calle estaba llena de vida que se vivía en la presencia y se caminaba, se hablaba, no había prisas ni insultos, ni trompazos en los semáforos con gente absorta, mirando su pequeño «yo» en pantalla. Uno paseaba considerando el momento y las personas con las que se cruzaba. A veces, una mirada fortuita sacudía el alma, desataba la curiosidad que nos perseguía el resto del día y en algún momento inopinadamente recordábamos esa impresión del desconocido con el que nos habíamos cruzado. Y, sin más, seguíamos caminando hasta el olvido. La vida en la ciudad debe ser facilitadora de vivencias de las personas que la habitan y también de las que la visitan, no una cadena de dificultades o inconvenientes que acaban con la paciencia. La vida en la ciudad debe permitir a sus habitantes existir en sus vidas y vivirlas en plenitud. El verano es un tiempo mágico que expande la conciencia, la luz veraniega despierta los sentidos y por unos días o semanas, uno hasta puede imaginar que todo está bien.
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