… Y esta tarde «Trabajos manuales»
«¡Ay, qué alegría!», seguro que muchos exclamaríamos aquellos días de colegio en los que por la tarde teníamos «Trabajos manuales». «¡Qué diver!», añadiríamos a continuación. Bueno, retiro esta última expresión, porque a ciencia cierta que no lo hubiéramos dicho así, aunque tampoco recuerdo muy bien cómo. ¿Quizás, «qué chupi» o «qué chachi»? No sé; en fin, pero qué mas da. Lo importante, o eso al menos creíamos siempre que empezaba la jornada escolar, es que es día, por la tarde, había «Trabajos manuales» -asignatura más adelante conocida como «Plástica», «Manualidades» o simplemente «Pretecnología»-, así que, por lo menos durante una hora, nos olvidaríamos de conjugar verbos en latín, aprender la vida y milagros de los Reyes Católicos, hacer ejercicios de ortografía, saber lo que era la «sinalefa», que siempre nos hacía mucha gracia, o repasar raíces cuadradas, que eso ya nos hacía menos gracia.
Y en efecto, esa tarde teníamos la oportunidad de demostrarle al mundo entero de lo que éramos capaces de hacer con nuestras manos y de que, cuando lo acabásemos, fuera lo que fuese, nuestras madres lo colocarían de adorno en el salón, junto a la foto de la Primera comunión y la que a buen seguro nos habían hecho de pequeños con un teléfono en la mano. Así que listos para que el profesor nos dijera en qué especialidades nos manejaríamos ese día.
Y las opciones eran múltiples. Por ejemplo, estaba la de la marquetería, que nos encantaba, porque nos obligaba al uso de seguetas «afiladas», lo cual era bastante emocionante y «nada peligroso», aunque más de un alumno ya se había hecho un buen tajo en la mano. Si no, siempre quedaba el recurso de hacer figuritas con palillos de los dientes o pinzas de la ropa de madera, o bien preciosos mosaicos elaborados con judías blancas o pintas, según lo que se quisiera representar. También, por supuesto, estaban todas aquellas manualidades de «alta tecnología», como un circuito eléctrico hecho con una pila de petaca, unos cuantos cables y unas bombillitas, o, más sofisticado aún, como ese mapa de España con un montón de cables con conexiones eléctricas detrás, de tal forma que al conectar correctamente el nombre de la ciudad y el lugar en el que se encontraba se encendía una luz -también era válida la opción de sustituir el mapa por un cuerpo humano-. ¡Alucinante!
No obstante, de todos esos laboriosos trabajos manuales que solíamos hacer en clase, debo decir que el que más encantó fue aquel «pinball» construido con una tabla de madera, en la que se iban conveniente colocando chinchetas, gomas elásticas y un par de pinzas de madera que hacían las veces de paletas o «flippers». ¡Y ojo que funcionaba! Bastaba con darle un poco de inclinación a la table e introducir una canica, ¡y a jugar que era un contento!
Así cómo no nos iba a encantar tener Trabajos manuales esa tarde, y todas las tardes que hubiera sido menester. Bueno, todas, todas las tarde, no, porque todavía recuerdo aquella manualidad que consistía en envejecer una tabla de madera «ahumándola» con el fuego de un hornillo, y poco faltó para nos hubiéramos adelantado al estreno de «El coloso en llamas».
José Molina
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