Al calor del brasero
Por desgracia, incluso a principios de los años 60, había muy pocos hogares españoles que pudieran presumir de tener calefacción, ni individual ni central, así que el tema de calentarse en días de frío andaba algo cruda. El caso es que la bombona de butano hacía ya unos cuantos años que había empezado a venderse pero, por lo que se ve, lo de comprarse una estufa que utilizase tan noble método de energía no parecía que aún estuviera al alcance de todo el mundo, o tal vez es que todavía costaba apuntarse a las nuevas «tecnologías» y muchos preferían seguir utilizando el carbón y la leña, que esas sí que eran «energía limpias y naturales».
Y sí, cuando en pleno invierno uno iba a casa de alguien, lo más normal es que a lo primero que te invitasen fuera a sentarte a la mesa camilla, al calor del brasero, y arroparte bien con aquellas gruesas faldas que la cubrían, porque hacía un frío que pelaba y esa era la mejor, por no decir la única, forma de calentarse. Bueno, eso o que la vivienda en cuestión tuviese una pequeña chimenea o una estufa de leña, lo que podía ser probable siempre y cuando la casa estuviera en el pueblo, donde también el brasero se hacía imprescindible.
En fin, y volviendo a este último, lo que era evidente es que calentar, lo que se dice calentar, claro que calentaba el dichoso brasero que ardía debajo de la mesa camilla. En realidad, cuando llevabas un buen rato bajo sus faldas, empezabas a notar un achicharramiento en las piernas de efectos infernales, que a veces podía hacerte imaginar la sensación que tendría san Lorenzo mientras estaba siendo martirizado en la parrilla. Y eso llevando pantalones, porque en el caso de las mujeres, si iban con falda, lo más normal es que el chasqueado de las brasas les produjeran «cabrillas» en las piernas, o sea, unas manchas que parecían un rebaño de ovejas o de cabras, lo que explica la lógica del término.
El problema, sin embargo, no era solo que uno pudiera acabar quemado a lo bonzo, o incluso que las faldas se prendieran y la casa entera acabada chamuscada, sino que, cuando te levantabas para ir, por ejemplo, a la cocina o al cuarto de baño, la sensación de frío se multiplicaba por cuatro. Algo así como si, después de un tiempo cociéndote bajo el sol, te metieras en una cámara frigorífica. Pero era lo que había, qué se le iba a hacer. Ya llegarían mejores tiempos, pensábamos, en los que, por lo menos, pudieran comprarse estufas de butano o, mejor aún, instalarse radiadores en toda la casa y calentarlos con gas natural o electricidad, y hasta regular la temperatura como uno quisiera. Claro que eso, en aquellos años, aún era ciencia ficción, así que a seguir avivando las brasas, no vaya a ser que se apaguen y nos helemos de frío.
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