Mariano, el zapatero

Mariano, el zapatero

Salvo alguna excepción que yo no recuerde, las tiendas, fueran del género que fueran, no tenían nombre. Así que la cuestión a la hora de tener que salir a «hacer un recado» era la siguiente: «Niño, vete a Don José y compra una docena de huevos»; «Niño, baja a Doña Concha y te traes media barra de pan, dos trenzas y un mojicón»; «Niño, vete a Don Emiliano y le dices que te dé un poco de aguarrás»... Y así sucesivamente, con lo cual era evidente que el lugar del barrio donde se arreglaban zapatos solo podía atender a un nombre: «Mariano el zapatero», que, por alguna razón que desconozco, quizá por la familiaridad que teníamos con él, no llevaba el Don delante.

Y así, con el Mariano sin más, conocimos toda la vida de Dios a este artesano de la zapatería, aunque más bien habría merecido que lo calificáramos como «artista» o «restaurador», porque era capaz de reconstruir un par de zapatos literalmente destrozados, después de más de veinte años de uso diario. Cuestión esta -valga a modo de inciso- que deja bien claro por qué en aquellos tiempos de poco uso, y menos disfrute aún, alguien como Mariano tenía tanto trabajo y por qué muchos fuimos fieles testigos de que en el periodo de nuestra vida en el que aún no habíamos desarrollado la conciencia apenas si recordamos que nuestros padres nos compraran más de dos o tres pares de zapatos. Lo cual probablemente supondría que los zapatos se compraban con unos cuantos números de más para que duraran un número indeterminado de años, de modo que hasta que el zapato se ajustaba perfectamente al pie era menester introducir en él algodón, o cualquier otro tipo material flexible, con el fin de aparentar que el pie era más grande de lo que realmente era.

Y dicho todo esto, mejor será volver al bueno de Mariano y a su pequeño local de poco más de dos metros cuadrados de grande, en el que se apilaban montañas de zapatos ya arreglados o por «reconstruir», mientras él permanecía impasible sentado en su taburete, frente al yunque, delantal con peto en pecho y martillo o cuchilla en mano, y que si ponerle unas suelas, unos tacones o unos filis a unos zapatos, que si encolar las suelas que se han despegado, que si volver a coser los bordes o cambiarles los cordones, que si ponerles unas hormas para que den de sí. Y un sin fin de arreglos más que hacían que, cuando ibas a recoger los zapatos que le habías dejado reparando a Mariano, parecieran hasta nuevos. Entre otras cosas también, porque era tan pulcro y cuidadoso, que hasta los dejaba abrillantados con betún, lo que en mi casa solo hacía de tarde en tarde mi padre los domingos por la mañana.

Conclusión: gracias a Mariano, el zapatero del barrio, el ahorro familiar en compra de zapatos fue notable, cuestión esta, que no se olvide, que también habrá que aplicar cuando hablemos de hornos, neveras... y demás utensilios domésticos.

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