«Menaje del hogar»: cosas imprescindibles que nunca podían faltar
No quiero yo decir que en otros tiempos -la fecha concreta puede fijarla cada uno según lugar, conveniencia y circunstancias- hubiera un único modelo decorativo; o sea, como en cierto modo hoy día sucede con los estilos «made in Ikea» que son fácilmente identificables en muchos hogares españoles. Me vengo a referir a que, aun cuando cada cual decoraba su casa como buenamente podía o quería, sí que había una serie de cosas que, queriendo o sin querer, le daban a todas ellas un toque autóctono tipo «ars hispanum», algo así como si tuvieran «denominación de origen».
Especialmente en el salón -también conocido como salón-comedor, comedor a secas, sala de estar o habitación principal-, por centrarnos solo en un habitáculo de la vivienda, siempre había elementos que podrían catalogarse como «imprescindibles. Por ejemplo, no había salón que se preciase que no contase con un lustroso mueble-bar que sirviese para colocar en su librería tanto la enciclopedia ilustrada recientemente adquirida como los libros del Círculo de Lectores que solían recibirse con regularidad, pero también para colocar en él las figuritas que tanto gustaban entonces, como las de animales, y, claro está, las fotos familiares, que siempre le daban al salón un toque de recuerdo entrañable.
Por supuesto, el mueble también debía disponer de un receptáculo cerrado, con una o dos puertas, dentro del cual siempre había una botella de anís, de La Castellana, Del Mono o La Praviana, una de coñac, Soberano, Fundador o Veterano, de licor Calisay o Chartreuse y, para casos de celebraciones inesperadas, una de sidra El Gaitero o La Asturiana, que en caso de ser descorchadas le daban al evento un toque de distinción.
Además, en el salón no podía faltar el sofá de escay, a ser posible rojo bermellón, detrás del cual solía colgar un cuadro enorme con animales o motivos marítimos, además del cuadro con la foto de la comunión de la niña; el sillón con orejeras, convenientemente adornado con los pañitos que la abuela había hecho de ganchillo; el reloj de pared al que cada mañana o cada noche había que dar cuerda y que, por lo general, daba las horas emitiendo un ruido estruendoso que podía despertar a todo el vecindario; la mesita pequeña (opcional) ex profesa para colocar el teléfono; la mesa camilla con brasero incluido, que también hacía las veces de mesa para comer, y, por descontado, el televisor (Telefunfen, Phillips o Iberia), sobre el que lo habitual era colocar la figurita de toro, con banderillas incluidas, y una «gitanilla» a la que no le faltaba detalle.
¡Ah!, y que no se me olvide: y a ser posible todo el salón empapelado con motivos floreados, rayas a secas o extraños dibujos geométricos, que eran los que más se llevaban y que, por tanto, le daban un toque mucho más moderno.
José Molina
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