Mi primera comunión
Hice mi primera comunión un 21 de mayo. No lo olvidaré nunca: mi vestido era precioso, como el de una novia, con un velo largo también muy bonito, y yo llevaba una diadema espectacular que me hacía parecer una princesa, o al menos así me veía yo. Pasé, desde luego, horas y horas por la mañana haciéndome los tirabuzones que lucí ese día. Había que estar lo más guapa posible para vivir un momento tan emocionante como aquel, sin duda uno de los más especiales de mi vida. Aún hoy día, cuando miro la foto que hicieron aquel día, no puedo evitar emocionarme.
La iglesia en la que se celebró la ceremonia era muy luminosa y estaba llena de flores. Los reclinatorios, además, estaban forrados de blanco, con lazos y más flores, para que todo pareciera mucho más bonito aún. Mis padres, por supuesto, lucían sus mejores galas, y también los familiares y el resto de invitados. Al fin y al cabo, la primera comunión no era un evento cualquiera. Resulta difícil explicarlo, pero se respiraba una gran emoción; quizá por eso no dejábamos de cogernos de la mano y de mostrar una sonrisa permanente. Era, sin duda, el signo más evidente de que nos sentíamos felices, de que teníamos la impresión de estar viviendo un sueño hecho realidad.
Al salir de la iglesia, claro está, repartí los recordatorios junto a mis compañeros de ceremonia, y nos dispusimos a ir al lugar en el que íbamos a festejarlo. El menú debo reconocer que no lo recuerdo, pero sí puedo decir que aún guardo algunos de los recuerdos que recibí ese día. No siempre se viven momentos tan emocionantes como aquellos, así que conviene conservarlos con mucho cariño en el corazón y en la memoria.
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