La lectura, carga de profundidad
La afición y la pasión por la lectura se consagró en muchos de nosotros durante el bachillerato, en que consumíamos los libros que nos prestábamos o nos entregaban en préstamo en el propio colegio.
Entonces leímos desde los clásicos griegos y latinos hasta las Confesiones de San Agustín. Igualmente leíamos a Berceo, a Boscán, a Garcilaso de la Vega... No digamos las Coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre, que nos las sabemos de memoria gran parte de los estudiantes de mi época, como otros poemas de los clásicos, cuyo profundo significado entonces no llegábamos a alcanzar.
Cuando teníamos algún dinero, comprábamos las obras que podíamos en ediciones de bolsillo, como la colección Austral, Planeta y otras más rústicas, en las que había que abrir las hojas, porque, para abaratar la edición, venían unidas. Leíamos a Lope de Vega en su poesía y en su teatro, y como los admirados autores de la Generación del 27, a Luis de Góngora y Argote.
Conocimos a Cervantes en su Quijote y sus Novelas Ejemplares, a Francisco de Quevedo: «Miré los muros de la patria mía...», a Pérez Galdós y a toda la Generación del 98, sintiendo un gusto especial por la límpida prosa azoriniana. Asimismo, leíamos a novelistas y poetas extranjeros, como Tolstoi o Dostoievski, Dante, Petrarca, Giacomo Leopardi. También las tragedias de Shakespeare, En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, Eça de Queiroz...
En fin, es muy difícil resumir tantas y tantas lecturas de aquella época de estudiantes de bachillerato apasionados por la literatura. Sé que no todos los chicos de esa época eran así, pero leer tenía algo de reverencial, y en la palabra escrita se buscaba encontrar explicación a la vida y a muchos misterios que envolvían nuestros espíritus adolescentes.
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