Música y letra
La lectura era un método infalible de evasión. La letra impresa gozaba de prestigio: publicar estaba al alcance de unos pocos, a los que se suponía cultos, de algún modo privilegiados. También estaban los libros prohibidos, los que se decía que se editaban fuera de España, los que los libreros tenían en la trastienda para clientes de confianza y avisados. En algunos colegios daban listas de lecturas obligatorias o recomendadas: obras clásicas, lecturas imprescindibles.
Pero en los quioscos se vendían publicaciones muy entretenidas que se diría que creaban adicción, como las novelitas de Marcial Lafuente Estefanía o de Corín Tellado, extraordinariamente populares entre la población masculina las primeras y femenina, las segundas.
Cuando aparecieron los transistores, muchos de nosotros nos compramos uno. Se podían llevar a cualquier parte y te permitían escuchar la música de la radio.
Gracias a estos programas pudimos conocer la música anglosajona, además de la francesa y la italiana, que habían estado tan en boga durante los cincuenta. Recuerdo el primer tocadiscos que tuve, un Kolster que me regalaron para amenizar una larga temporada de enfermedad. Así empecé a atesorar singles -los llamados discos de 45 revoluciones, frente a los LP, de 33 revoluciones- de Roy Orbison, The Shadows, Manfred Mann, The Kinks, The Beatles, The Rolling Stones, Bob Dylan y de tantos otros mitos de los fabulosos años sesenta. Poseer un tocadiscos y un buen surtido de vinilos no estaba al alcance de cualquiera, y los que los teníamos, pocos años después, nos convertimos en proveedores imprescindibles de música y organizadores de guateques.
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