Cines de sesión continua

Estoy seguro de que no hay un solo español que de pequeño, de joven o de mayor tuviera la sana costumbre de ir a cualquiera de los cines de sesión continua que había en su barrio (o en su pueblo, según localización del español en cuestión) que no los recuerde con verdadero cariño.

Y es que en aquellos ya demasiado lejanos tiempos en que no andábamos muy sobrados de divertimentos, por no decir que algo justos, lo del ir al cine era toda una «aventura cotidiana» a la que resultaba difícil renunciar. Y ello por diversas razones fácilmente explicables, que procedo a enumerar.

En primer lugar, porque no había mayor entretenimiento que meterte en el cine y pasar la tarde viendo dos películas; o sea, que si ibas a la sesión de las cuatro, no salías de allí hasta por lo menos las ocho. Si además eran dos películas de las que te gustaban, pues eran casi cuatro horas pegado a la pantalla sin pestañear. ¡Y todo ello por la módica cantidad de cinco pesetas! (Esta cantidad es libre de fijarse en función de la memoria de cada uno.) ¿Alguien ofrece más por menos?

En segundo lugar, lo de la «libertad horaria», de la que tanto se habla hoy día, permitía entrar en el cine a la hora que uno quisiera, de tal modo que si llegabas con una película empezada, podías quedarte después a ver lo que te habías perdido, o incluso verla de nuevo entera si te había gustado o pensabas que era demasiado pronto para volver a casa, y había que sacarle todo el rendimiento que se pudiera a las cinco pesetas.

Y finalmente, por no alargar mucho el debate, lo de ir al cine de sesión continua también permitía, además de ver dos estupendas películas, ver un noticiario del NO-DO y enterarse un poco de cómo andaban España y el mundo, ver algunos anuncios de Movierecord, que siempre resultaban la mar de entretenidos y, si la paga daba para algo que para la entrada al cine, «visitar nuestro bar»; bueno, el bar del cine, donde a buen seguro había algún Kas de limón que echarse a la boca y refrescar la sed.

José Molina