«Mamá, me encuentro mal...»
En tiempos de pandemia, nos hemos acostumbrado a escuchar noticias acerca de medicina y hospitales día tras día, y esto hizo que ayer, mientras veía el telediario, recordase aquellos momentos no tan alegres de la niñez, en los que te levantabas enfermo y tenías que ir a la clínica a que te hiciesen una revisión. Ese recuerdo del pasado hizo darme cuenta de lo mucho que ha cambiado la medicina, las clínicas e incluso los pasos a seguir de una madre cuando su niño estaba enfermo, y en este Queridos Recuerdos quiero acercar esas memorias y pensamientos a todos vosotros.
Lo primero que hay que decir es que eran otros tiempos, la medicina no estaba tan desarrollada y esta se componía principalmente de recetas caseras que sanaban hasta el último de los males. Si tu madre consideraba que no era para tanto o que lo estabas haciendo para no ir ese día al colegio, era ella misma la mano prescriptora y ejecutora. El surtido farmacéutico no era muy variado, pero si muy exótico, contábamos, entre otros, con la Quina, como suplemento alimenticio, con Vicks Vaporub, por si de la tos te dolía el pecho, o bicarbonato para los dolores de estómago, todos a disposición de una madre dispuesta a que fueses al colegio ese día.
En caso de que los ungüentos y recetas caseras no sirviesen, no había otra que ir a la clínica, porque lo de ir al hospital o a urgencias ya era para situaciones extremas, momentos de vida o muerte en los que tu madre, con su amplísimo conocimiento de medicina y sus todopoderosas recetas caseras, eran incapaces de sanar. Las clínicas eran frías y lúgubres, con su típica secretaria atendiendo asuntos y apuntando citas y un doctor con ganas de terminar la jornada laboral. En cierto modo el panorama no ha cambiado en ese aspecto, pero sí la forma de dar la consulta y mucho si lo comparamos con las comodidades de hoy en día.
Como en todos lados hay casos y casos. Habrá quienes tuvieron la suerte de poder asistir a consultas de "alto standing" en los que la visita fuera individual, pero, para la gran mayoría, estas eran colectivas: en cada visita entraban tres o cuatro personas, los más pequeños con su respectivo acompañante, ofreciendo una estampa muy variada de edades y sexos en la sala. Dentro de la consulta comenzaba el ritual, el médico preguntaba cuáles eran los síntomas y comenzaba a tomar nota; si creía que no hacía falta ni una revisión, directamente te apuntaba los pasos a seguir y, hala, a casa, pero si no, esos eran los momentos en los que se pasaba la mayor vergüenza; dejando fuera el hecho de tener que decir lo que te sucedía delante de un grupo de personas desconocidas, el primer paso del doctor era auscultar, a lo que había que quitarse o subirse la camiseta mostrando todas tus virtudes a un grupo de extraños con más intriga en tu caso que el propio doctor. A ese paso, y, en el caso de que fuese necesario, le seguían más pruebas, que, por supuesto, eran observadas de cerca por aquellos que se encontraban también en la consulta, como si de profesores en una prueba se tratase.
Pero si esto no fuese suficiente, había otro momento donde la diferencia entre la medicina de la década de los 60 y la de hoy se hace significativa, y ese era la radiografía. En la década de los 60, surgió el boom por la radiografía, se hacía radiografías por todo: si tenías un catarro, radiografía para ver cómo estaban los pulmones; si tenías una gastroenteritis, radiografía para ver si el estómago estaba inflamado y los intestinos bloqueados... Para todo se podía hacer esta prueba, para la que, como no era de extrañar, el paciente no contaba con seguridad; el médico sí que se ponía su placa de plomo para repeler la mayor parte de radiación que pudiese, pero para ti, que eras el principal damnificado e irradiado, ibas con lo puesto. Para que luego digan que no somos la generación más fuerte: ni la vergüenza ni la radiación han podido con nosotros.
Javier del Valle Amaya
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