La letra con tinta entra
En el colegio salesiano en el que estudiaba, como imagino que en muchos otros, una de las cosas que más cuidaban en nuestra educación era la caligrafía. Sí, la caligrafía; o sea, el intento de que, con mucha dedicación y esfuerzo, lográramos tener una buena letra. Para ello, casi diariamente dedicábamos un buen rato a escribir cuidadosamente en un cuaderno, tratando de que todas las letras de cada palabra estuvieran perfectamente perfiladas y, además, que estuvieran ligadas las unas a la otras, de modo que, cada una de ellas se escribiera de un solo trazo, o esa al menos era la intención.
Hasta aquí todo perfecto. De hecho, como tantos otros alumnos de vieja o no tan vieja escuela, hoy agradezco aquellos continuos ejercicios de caligrafía, que me han servido para presumir hoy día de una letra medianamente bonita e inteligible. El problema estaba en que, para escribir, había que utilizar unas plumillas de madera, que luego sustituiríamos por las de plástico, que había convenientemente que mojar a menudo en un tintero situado en la parte superior del pupitre. Y claro, lo complicado era no solo pringarse las manos como si estuviéramos opositando a Avatar, sino conseguir que no cayera una sola gota en el cuaderno sobre el que estábamos escribiendo, lo que generalmente obligaba a repetir la caligrafía. ¡Y maldita la gracia que hacía! Y es que, por mucho que uno lo intentara, el manchón de tinta no había manera de quitarlo ni con aquellos papeles secantes que teníamos a nuestra disposición.
Conclusión, la idea era estupenda, pero la ejecución dejaba mucho que desear, habida cuenta de que aquello de que "la letra con tinta entra" acababa por convertirse en una tortura caligráfica, de consecuencias insospechadas.
[José Molina]
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