Cabalgata de Reyes
Desde luego, uno de los momentos más emocionantes de aquellas Navidades que, de pequeños, vivíamos con verdadera pasión era la Cabalgata de Reyes; o sea, el evento que nos permitía certificar por nosotros mismos que, en efecto, los Reyes Magos ya estaban en nuestra ciudad, en nuestro pueblo o en nuestro barrio para, esa misma noche, traernos los regalos que mejor les parecían, habida cuenta de que de los que les pedíamos por carta con tanta ilusión nunca había ni rastro.
Es posible que aquellas cabalgatas no fueran tan espectaculares y rutilantes como las que hoy día pueden verse por las calles de aquella misma ciudad, de aquel mismo pueblo o de aquel mismo barrio, pero no cabe duda de que lo que menos nos importaba era si las carrozas lucían sus mejores galas, si eran doscientas o cuatro o si se repartían o no miles de caramelos. Lo único que queríamos era ver en directo a sus Majestades, bien acompañados por sus fieles pajes, esos que con tanta amabilidad habían recogido nuestras ilusionantes cartas; sí, esas que siempre acababan en papel mojado, pero que escribíamos con verdadera fe y entusiasmo, confiando en que, al menos ese año, se cumpliera alguno de nuestros deseos, aunque solo fuera el balón de fútbol de reglamento, la caja de Juegos reunidos Geyper o el Tiburón Citroën Paya. ¡Qué más daba!
Al fin y al cabo, en aquel tiempo en el que no parecíamos nadar demasiado en la abundancia, y que casi todo nos parecía como un regalo caído del cielo, los momentos mágicos no necesitaban demasiada parafernalia para que sintiéramos que se cumplían al pie de la letra.
[José Molina]
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