¿Dónde están aquellas panaderías?
A mediados de los años 60, justo enfrente de mi casa, estaba la gloriosa panadería de Doña Concha, que era como se conocía en el barrio porque, ahora que lo pienso, seguramente no tenía ni nombre. ¿Y para qué? Lo verdaderamente importante es que, ya a primera hora de la mañana, aquel maravilloso olor a pan recién hecho que salía de la tienda se colaba por las rendijas de las ventanas y nos anunciaba un nuevo día, que prometía ser muy "sabroso". ¿Qué indescifrables ingredientes utilizarían la bonachona de Doña Concha y su marido para elaborar aquellas barras de pan con aroma embaucador, y crujientes como ellas solas? Seguro que, en otras condiciones, aquel "secreto" hubiera sido considerado uno de los grandes misterios de la humanidad aún por resolver.
Eso sí, variedades de pan no había muchas. En realidad, creo que solo una; o sea, la barra de pan, o media si la cosa no daba para más, y ya está. Y la verdad es que tampoco era necesario entonces dudar entre pan de trigo, centeno, soja, avena, integral, baguette, chapata, negro... y hasta "pan de pueblo", que tanto se lleva ahora.
Bueno, y qué decir de aquellos irrepetibles bollos que lucían en austero mostrador de la panadería con un letrero invisible que decía: "cómeme". Debo hasta reconocer que, como buen goloso, destinaba buena parte de la paupérrima paga que me daban semanalmente, y que no llegaba a tres pesetas, a comprarme una trenza, un suizo, un mojicón, una caracola... o, la mayor bendición de todas, ¡una bamba de nata!, que era como alcanzar el cielo, aunque fuera el del paladar.
Desde luego, si ahora mismo pudiera cumplir un deseo, es posible que pidiera la inmediata reencarnación de Doña Concha o, en todo caso, que el aroma de su pan recién hecho pudiera envasarse, para darme el placer de olerlo todas las mañanas.
[José Molina]
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