La merienda… ¡y a la calle!
Las vacaciones de verano estaban básicamente, o únicamente, para divertirse y jugar con los amigos. ¡Y vaya si nos cundía! En aquel tiempo, o sea, a mediados de los 60, el verano era casi interminable: desde que terminaban las clases y hasta que volvíamos al colegio había un mundo de tiempo libre entre medias, que aprovechábamos todo lo que podíamos.
Además, no había problemas para rellenar el tiempo. Desde que pisábamos la calle para reunirnos con los amigos, teníamos a nuestra disposición todo tipo de juegos: fútbol, canicas, escondite, lima, pañuelo, chapas, tabas... El caso era jugar, fuera a lo que fuera.
Por eso, todos los días, a eso de las 9 de la noche, ya empezaban a escucharse por balcones y ventanas del barrio las voces de las madres gritando: ¡Pepito, Juanito, Antoñito, Pablito... (el diminutivo era casi obligado), ya está bien, sube ahora mismo a casa para cenar!
Razón no les faltaba, desde luego, que entre unas cosas y cosas llevábamos casi todo el día en la calle. Por las tardes, por ejemplo, el proceso era siempre el mismo: almorzar, echarnos una siesta "simulada" (no había manera de dormirse por mucho que nos obligaran), coger la merienda... y a jugar. Por no esperar, no esperábamos ni a merendar tranquilamente en casa. Cogíamos un trozo de pan con unas onzas de chocolate, pan con aceite o un suculento bocadillo de mortadela, y con ello en la mano allí que estábamos ya dispuestos a entregarnos en cuerpo y almo al juego.
Cosas de no tener ni con sola, ni móvil, ni en muchos casos TV... Cosas, en fin, de no tener casi de nada, salvo muchos amigos, unas calles en las que pasaban pocos coches y muchas ganas de vivir...
[José Molina]
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