¡Maldita digestión!

Pasar el día en la piscina o en la playa era lo mejor que nos podía pasar en verano. Íbamos a jugar, pasarlo bien y, sobre todo, a bañarnos, que era la mejor forma de combatir el sofoco de las altas temperaturas.
Y con esa ilusión acudíamos con la familia a uno u otro sitio dispuestos a que aquel día fuera "el mejor de nuestra vida". Y, como estaba previsto, todo empezaba estupendamente: muchos juegos, estupendos baños y... ¡a comer!

Lo de la comida prometía ser otro buen momento, habida cuenta de que, para tan emocionante ocasión, se había convenientemente preparado tortilla de patatas, un poco de chorizo para picar y, cómo no, filetes empanados, que eran de lo más socorrido para saciar el apetito veraniego.

Hasta ahí todo bien. El problema surgía inmediatamente después de almorzar, o sea, cuando a un niño se le ocurría emitir aquella "improcedente" pregunta: "¿Me puedo bañar ya?" "¡Cómo que bañarse ya! -contestaba inmediatamente algún adulto- ¡Tienes que hacer la digestión!".

Y esa era precisamente la maldita palabra que nos amargaba el resto del día: "digestión". Y es que no se sabe por qué preciso y completo estudio científico las madres sabían que, después de comer, había que esperar al menos ¡dos horas y media antes de poder bañarse!, para evitar que se corte la digestión. El horario de restricciones se complicaba aún más cuando se comía carne, porque entonces se extendía incomprensiblemente a las tres o tres horas y media, según la fuente científica a la que cada madre acudiera.
Resultado: pues lo mismo de siempre, que "el mejor día de nuestra vida" quedaba siempre reducido a "el mejor medio día de nuestra vida", porque las tardes en la piscina o en la playa se terminaban después de degustar el dichoso filete empanado.