Operación salida II: Camino de la playa
A eso de las cinco de la madrugada, y después de acomodar perfectamente en el 850 a los niños, los padres, la abuela, las tres maletas, el canario, la canoa hinchable y los demás utensilios playeros, todo parecía andar sobre ruedas (nunca mejor dicho) camino de nuestro idílico objetivo: ¡la playa!
Lo que, un año más, no aprendíamos es que entre el preoperatorio, o sea, la compleja tarea de los preparativos, y la llegada al punto de destino nos quedaban alrededor de 10 o 12 horas, por lo que el entusiasmo inicial por disfrutar de unas merecidas vacaciones no tardaría demasiado en apagarse.
Para empezar, el resultado de salir de madrugada para evitar los atascos resultaba nuevamente infructuoso. Es más, a veces hasta encontrábamos aglomeración de coches incluso a la hora de salir del barrio, lo que reafirmaba la teoría de que cientos de vecinos más habían tenido la misma y "brillante" idea de emprender camino antes de que amaneciese.
Pero, resuelto aquel primer problema, pronto nos encontraríamos con el segundo, y también habitual, obstáculo para, por fin, emprender un largo y placentero viaje. La cuestión es que, como siempre, apenas a treinta kilómetros de iniciado el viaje, la abuela tenía la urgente necesidad de ir al servicio, que mira que se lo decíamos antes de salir, pero nada; sus costumbres no había quien se las quitara. Así que... parada obligatoria en el sitio de todos los años.
Con todas aquellas alteraciones, claro, era normal que enseguida nos topáramos con el primer e interminable atasco. Y siempre la misma pregunta: pero ¿de dónde han salido tantos coches de pronto? Pues, probablemente, de los lugares en los que casi todo el mundo había tenido que detenerse para satisfacer las "necesidades" de las respectivas abuelas.
En pleno agosto, bajo aquel sol de justicia y sin aire acondicionado, que desgraciadamente aún no se había inventado, el atasco era como hacer oposiciones para entrar en el infierno. Resultado: no solo nos achicharrábamos lo conductores, sino también el dichoso 850, que no tardaba en empezar a echar humo, lo que nuevamente obligaba a parar para que se enfriara... Y así una y otra vez a lo largo de aquella carretera de doble sentido en la que adelantar era como vivir una aventura en mitad del desierto del Serengueti.
Hasta que, por fin, a eso de las cuatro de la tarde, allá a lo lejos parecía divisarse una sombra azulada que nos anunciaba gozosamente que nuestro destino estaba cerca. El sufrimiento del tedioso viaje se había acabado, ¿o no?...
[José Molina]
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