Ruedo Ibérico
Muchos de los que tuvieron la suerte de poder viajar a París en los años 60 o principios de los 70, entre los que me encuentro yo, seguro que recuerdan Ruedo Ibérico, una pequeña librería situada en el número 6 de la Rue de Latran, en el corazón del Barrio Latino.
En realidad, Ruedo Ibérico (nombre tomado de la serie de novelas de Valle Inclán) era una editorial que había sido fundada, en 1961, por cinco refugiados de la guerra civil, y que contaba con esa librería de la que hablo. Lo más emocionante es que en ella podían encontrarse esos libros que uno tanto estaba deseando leer, pero que, como es lógico suponer, era imposible conseguir en nuestro país. Entre ellos, por ejemplo, estaba "La Guerra Civil española" (1961), de Hugh Thomas, "El laberinto español" (1962), de Gerald Brenan; "Los militares y la política en la política de la España contemporánea" (1968), o "De las Cortes de Cádiz al Plan de desarrollo 1808-1966", de Ignacio Fernández de Castro. En fin, libros todos ellos, como resulta obvio comprobar, de mucho contenido político, y que en aquellos tiempos estaban "terminantemente prohibidos" en España.
Aunque la mayoría de los libros de Ruedo Ibérico tenían ese fuerte tono sociopolítico, también los había de otro tipo, pero que igualmente era imposible encontrar aquí, porque lo que contaban no era, al parecer, lo más apropiado para una sociedad "tan vigorosa y sana" como la nuestra.
Por citar solo algunos, los había de autores tan excepcionales como Max Aub ("Campo francés", 1965), Juan Goytisolo ("El furgón de cola", 1967) y Ramón Serrano Vicens "La sexualidad femenina", 1972). Pero, para mi gusto de entonces, lo más extraordinario era poder acercarme a obra de poetas tan maravillosos, y tan perseguidos, como Gabriel Celaya ("Episodios nacionales", 1962), Ángel González ("Grado elemental", 1962), Blas de Otero ("Que trata de España", 1964) y Alfonso Sastre ("Balada de Carabanchel y otros poemas celulares", 1976), entre otros ilustres maestros del verso.
Con semejante catálogo, no es extraño que uno se sintiera emocionado al asomarse al escaparate de Ruedo Ibérico, y que, al entrar, notara un cierto escalofrío, mezcla de admiración, temor y medio clandestinidad. El problema, no obstante, aunque parezca increíble, era lograr pasar por la frontera los libros que uno había comprado sin que fueran descubiertos. Y es que, en el protocolo de registro policial en la aduana, parecía prioritario detectar el "material literario" que el viajero pudiera llevar, de modo que había que ingeniárselas como fuera para que a uno no lo pillaran en compañía de Gabriel Celaya, Blas de Otero o Gerald Brenan, que al parecer no eran una buena influencia para nosotros.
[José Molina]
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