Del jardín a los perfumes
Sutil y evanescente, pero dotado de un mágico poder de evocación, el perfume es una impresión indeleble que se graba en lo más profundo de nuestra memoria y convierte las vivencias del jardín en recuerdos imborrables.
El perfume es una cualidad que solo desarrollan algunas plantas, precisamente aquellas que viven en condiciones más difíciles. Se trata, en realidad, de un recurso de supervivencia, una dramática llamada de S.O.S. destinada a atraer a los insectos polinizadores. Cada aroma es el resultado de una compleja combinación de aceites esenciales volátiles, aunque su intensidad y cadencia dependen también de determinados factores climáticos, por eso es normal que se transformen a lo largo del día en función de la presión atmosférica, la humedad ambiental, la temperatura, y, en particular, de la fuerza y radiación del sol. Así, hay flores como la dama de noche (Cestrum nocturnum) o el dondiego (Mirabilis jalapa) que solo huelen al atardecer.
El poder de los sentidos
La influencia del olfato sobre nuestro cerebro, su capacidad para desencadenar recuerdos y emociones, no es cosa nueva, pero el auge actual de la aromaterapia ha venido a recordarnos también los efectos beneficiosos que ciertos olores ejercen sobre nuestro estado de ánimo. Por eso, la presencia de plantas aromáticas significa además un valor añadido para nuestra terraza o jardín. Hay aromas sutiles y tonificantes, como el de las flores del tilo, que permanece aunque estén secas y se potencia con la humedad y el calor. Así ocurre cuando las tomamos en tisana y así le sucedió a Marcel Proust al mojar su famosa magdalena. A pesar de que la percepción de los perfumes es más subjetiva aún que la de los colores y no existe una escala para medirlos, se agrupan según el carácter de sus notas dominantes. Los hay acidulados, aromáticos, florales, herbáceos, afrutados, especiados, amaderados o leñosos y balsámicos. Es muy útil aprender a identificarlos para luego poder distribuirlos de la manera más conveniente. No hay que olvidar que la intensidad de ciertas fragancias, por agradables que sean, puede llegar a producir mareos y jaquecas.
Lugares escogidos
En las zonas de estar y próximas a las ventanas deben predominar las plantas de notas aromáticas como lavanda, salvia, jara, perovskia o tilo, cuyo perfume, muy volátil, es difícil que moleste o llegue a cansarnos. Lo mismo ocurre con las plantas aciduladas, por ejemplo, bergamota, hierbaluisa, albahaca, con su característico olor a limón, en las que predomina una sustancia llamada citrina que ahuyenta a los mosquitos. También pueden plantarse al borde de un camino para que la fragancia de las hojas se desprenda al rozarlas. Los aromas florales, especiados y afrutados de rosas, jazmines, madreselvas o muguet resultan muy adecuados para subrayar la singularidad de los elementos arquitectónicos: pérgolas, arcos, fuentes, escaleras, etc. Mientras que las fragancias balsámicas y amaderadas: cedro, alcanfor, magnolia, tabaco, nardo, datura, al ser más persistentes, se deben reservar para las zonas abiertas y alejadas de la casa, de forma que su penetrante aroma nos llegue a ráfagas, diluido en el aire y no resulte agobiante.
El arte de la perfumería
A lo largo de la historia, se ha ido perfeccionando con la inestimable ayuda del mundo vegetal, ya que, si exceptuamos las cuatro únicas sustancias de origen animal: almizcle, algalia, ámbar gris y castóreo, el resto de las materias primas utilizadas se obtienen de las plantas. Para extraer los aromas se emplean distintos procedimientos: destilación, prensado, maceración y absorción o énfleurage.
¿A quién puede dejar indiferente la dulce fragancia de las rosas antiguas, la intensidad embriagadora del jazmín o la contagiosa vitalidad de la lavanda? Pero los aromas exquisitos no son patrimonio exclusivo de las flores. A veces se encuentran en las semillas, como ocurre con el anís, la alcaravea o el hinojo; otras, en las raíces: vetiver, angélica, lirio de Florencia. También en las hojas: hierbaluisa, espliego, menta, romero, tomillo, mejorana o pachuli indio (Pogostemon patchuli), tan fuerte que puede resultar desagradable. En la corteza, como es el caso de la canela. En la madera: sándalo, palo de rosa. Y, por supuesto, en los frutos: vainilla, pimienta, almendra amarga, nuez moscada, haba de Tonka.
Los cítricos
Las esencias que proporciona la mítica familia de las hespérides están presentes en la fórmula de todos los grandes perfumes. De la flor de azahar se obtiene el neroli. De las hojas y ramas, el petitgrain. Y del prensado de los frutos, distintos aceites, cada uno con su carácter específico: agridulce el de naranja; picante, el de mandarina; suave y delicado, el de bergamota; ácido, el de pomelo; refrescante, el de lima; enérgico y estimulante, el de limón.
Aromas sintéticos
A finales del siglo XIX, el desarrollo de la química orgánica propició la aparición del primer aroma de síntesis: la cumarina, un compuesto que huele como el heno recién cortado. Estos aromas sintéticos, inalterables y mucho más económicos, mezclados con sustancias naturales inauguran una nueva era. La perfumería rompe los lazos que la unían a la alquimia para convertirse en una nueva y próspera industria. Jicky, creado por Aimé Guerlain en 1889, a base de cumarina, vainillina, bergamota, lavanda, menta, verbena y algalia, se considera el primer perfume moderno.
Oro, incienso y mirra
Aunque no conozcamos su origen exacto, sabemos, gracias a los avances de la arqueología, que los seres humanos descubrimos los perfumes hace más de tres mil años y desde entonces los venimos utilizando en ceremonias religiosas, con fines medicinales y para nuestro aseo y bienestar personal. Invisible y etéreo, el perfume parece emanar del interior de las cosas, lo que le confiere un componente indefinible de misterio y espiritualidad, como si formara parte de su aliento vital. La propia palabra, derivada del latín per fumum, a través del humo, nos habla de su evanescencia, pero también nos indica que los primeros perfumes nacieron, sin duda, de la combustión de maderas y resinas aromáticas. Resinas como la que exuda el árbol del incienso (Boswellia sacra) o la mirra (Commiphora burseraceae), dos esencias originarias de Arabia que los pueblos del Mediterráneo valoraban más que el oro, y que los Reyes Magos ofrecieron al Niño Jesús. Para llegar hasta Palestina y Egipto, las caravanas que transportaban tan valioso cargamento debían realizar la peligrosa travesía del Mar Rojo o recorrer más de 2000 kilómetros a través del desierto. La prosperidad derivada de su comercio impulsó la creación de ciudades míticas como Petra y Palmira.
Pilar Gómez-Centurión
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