Querida habana
Imaginen una bellísima ciudad junto al más azul de los mares y con las gentes más alegres y hospitalarias del mundo. imaginen que esa ciudad queda cerrada al mundo durante cinco décadas y que todo permanece como entonces, acumulando años de uso y deterioro. imaginen que, un día, la puerta de esa ciudad empieza a abrirse al mundo. ¿quién puede resistirse a traspasar el umbral, antes de que el presente adultere el pasado?
Llegada al aeropuerto de La Habana. Calor agobiante y noche cerrada, a pesar de que son las 9 y es julio. Taxi -un Chevrolet de los años 50, con mil capas de pintura y rutilantes cromados- al hotel.
Pepa, compañera de muchos viajes, y yo miramos por la ventanilla. No se ve nada. «La electricidad pública está racionada, excepto en el centro de la ciudad», recuerdo haber leído en la guía. Al llegar al hotel, en la plaza Parque Central, la primera impresión saliendo del taxi es un penetrante olor a algún combustible que no es gasolina. La segunda, la visión de una amplia plaza arbolada de aspecto antiguo, abarrotada de gente, pero en la que flota una extraña atmósfera de calma. Una mirada rápida y, como si hubieran accionado un interruptor, me siento de pronto en un lugar de otro tiempo. Un par de coches americanos con medio siglo de existencia -«la necesidad ha producido en Cuba los mejores mecánicos del mundo», recuerdo también haber leído-; bellos y descuidados edificios alrededor; ausencia casi total de sonidos de tráfico... me transportan, físicamente, a los años 50. Tomamos posesión de la habitación del hotel (moderno, como traído desde otro tiempo) y a pesar del cansancio, siento la extraña necesidad de volver a ese lugar del pasado. Casi sin hablarlo, Pepa y yo nos lanzamos a cruzar la plaza. ¡Pésima idea! Como abejas a las flores, se nos acercan grupos de hombres que, con voz amable y tono educado, preguntan por turnos: «¿Son españolas? ¿Cuándo han llegado? ¿Buscan un restaurante? ¿Necesitan un guía? ¿Quieren comprar ron, habanos, artesanía...? ¿Quieren compañía?...».
«Lo que se dice en España es verdad: dos mujeres solas en La Habana despiertan sospechas», sentencia Pepa, con una risa nerviosa. Rápidamente volvemos al hotel. ¿Habremos hecho bien en venir a pasar las vacaciones a Cuba?, me pregunto. Tardo en dormirme.
Por la mañana, tras el desayuno, llega el guía de la agencia de viajes. Propone visitas, excursiones, el Tropicana... Se toma su tiempo hablando. «Hay que dejar el estrés en España», dice al percibir nuestra impaciencia. «En Cuba se vive despacio. Es mejor para la salud». Nos cita otros peligros: «No cambien dólares o euros a desconocidos; está prohibido». «No compren habanos ni ron en la calle, son falsificados». «No hagan mucho caso de la gente que los aborde; sí, pueden ser pesados, pero no son peligrosos; en Cuba apenas hay delincuencia y no corren peligro». Al salir, vemos a varios hombres en el hall hablando a través de walkie-talkie. Una turista española nos explica: «Estos hombres vigilan que no entren cubanos en el hotel. Está prohibido».
La ciudad
Salimos a descubrir la ciudad. Primer destino: La Habana Vieja, a pocos minutos de distancia a pie. Nuevo shock. A la luz del día, y en la misma plaza que ayer nos trasportaba al pasado, aparece sin piedad lo que, de verdad (es decir, sin cosmética ni arreglos), supone el paso del tiempo. Todo está como hace medio siglo... y están también todos y cada uno de los años transcurridos. Junto a algún bello edificio colonial, fachadas destartaladas y sin cristales retienen rastros de lo que, en su día, debió de ser pintura. Extraños autobuses repletos de gente («camellos», dice el guía que se llaman, porque tienen una especie de doble techo en medio, en forma de joroba) expulsan humos de mala combustión.
Calle tras calle, la decrepitud desdibuja lo que parece una hermosa arquitectura. Gentes que parecen no tener trabajo fijo transitan de un lugar a otro con fardos, fuentes de comida cubiertas por servilletas, bidones de agua, carretillas con muebles desvencijados..., esquivando decenas de bicicletas. Otras miran por las ventanas, como si no tuvieran nada más que hacer que ver pasar el tiempo. Un grupo de jóvenes baila en una plaza. Dos niños se deslizan en patinetes fabricados con trozos de madera y rodamientos viejos. «La comida es la primera preocupación del cubano cuando se levanta», nos dice alguien que se sienta a nuestro lado en un banco de la plaza. «No basta, ni de lejos, con la cartilla de racionamiento. Con 15 euros al mes, ¿quién sobrevive? Nuestras casas son una ruina.
No hay cemento ni pintura ni jabón, a veces ni agua... A propósito, si tienen ustedes algún jaboncito, dentífrico, un bolígrafo, pastillas, lo que sea, se lo agradecería. Es para mi familia, ¿sabe?...».
Siguiendo las indicaciones del plano, llegamos a una enorme plaza con una bellísima fuente de piedra. Al fondo, una hilera de casas de una planta aparecen pintadas y restauradas. Estamos en La Habana Vieja. A partir de aquí, la ciudad se convierte de pronto en lo que nunca hubiera sido si su historia hubiese transcurrido de otro modo.
Porque, paradójicamente, el régimen comunista -que ni tenía dinero para construir ni permitía especular con el suelo- y el posterior bloqueo norteamericano han permitido que hoy disfrutemos de un legado arquitectónico único en el mundo. Por algo La Habana Vieja y sus alrededores fueron declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Los fondos llegados para la recuperación son patentes. Una sucesión de casas de los siglos XVII, XVIII, XIX y principios del XX -barrocas, neoclásicas, modernistas, art deco- hablan de una burguesía cosmopolita y refinada. En algunos bajos, restaurantes, cafés, bares, pequeños museos (entre ellos, la casa museo de Alejo Carpentier, la casa de Benito Juárez, la casa Guayasamín, la casa de África...) se abren a un decorado colonial. Un zaguán abierto deja ver un patio de verdor en el que se pasean dos pavos reales. «Es la casa de una escultora colombiana», nos explica una señora que dice ser «la cuidadora» y que nos invita a pasar.
La señora da orden a los pavos para que se alejen y suban una hermosa escalera exterior en curva. Los pavos obedecen y suben, con una majestuosidad indescriptible. Más allá, otro patio empedrado resulta ser un taller en el que una decena de chavales aprenden a restaurar muebles antiguos. Nos animan a mirar. «Me gustaría ir a España», dice uno de los chavales. «Mis abuelos eran españoles».
Sentada en el suelo ante una tienda cercana, una anciana mulata con vestido blanco y pañuelo a lo Carmen Miranda fuma un enorme puro sentada ante una tienda para turistas. Parece esperar una foto o, quizá, algún dólar o una pastilla de jabón o una aspirina. Me mira y sonríe. Tiene los ojos verde esmeralda.
En la plaza de las Armas -con una calle de madera ante el Palacio de los Capitanes Generales (uno de los más importantes edificios de la historia de Cuba), que se mandó construir para que los coches de caballos no despertaran por la noche a sus habitantes-, hay puestos de libros antiguos y viejos, muchos de ellos de o sobre Hemingway, uno de los héroes nacionales. Pensando en Hemingway, pasamos ante el hotel Ambos Mundos (con suerte, se puede ver la habitación donde se alojaba el escritor antes de que se mudara a su casa de Punta Vigía), donde escribió ´Por quién doblan las campanas´. Luego nos desviamos a la Bodeguita del Medio, donde el escritor y premio Nobel se tomaba sus mojitos (tres o cuatro seguidos). Un turista francés con el que entablamos conversación comenta: «Fidel Castro siempre ha dicho que la novela ´Por quién doblan las campanas´ le dio ideas para organizar su guerrilla». Las paredes de La Bodeguita están llenas de firmas de turistas. El mojito es caro y, dice el francés, no es el mejor de La Habana, pero está frío y entra bien porque hace un calor de tormenta.
Ocio en La Habana
En efecto, al poco de salir, estalla una tormenta tropical, de enormes gotas. Corremos buscando refugio y llegamos a la Casa de Valencia, un restaurante con un precioso patio de estilo andaluz. La paella está buena y el mojito, infinitamente mejor que el anterior. El camarero nos da conversación.
Habla con propiedad, como todas las personas con las que hemos conversado hasta ahora. La educación es el gran (¿único?) logro de la revolución. Como dicen las guías, «en Cuba están los camareros, los taxistas, las prostitutas... más cultos del mundo».
Esa noche nos vamos al Tropicana. Es un tópico obligado. En la mesa de al lado, un grupo de norteamericanos que han llegado vía República Dominicana habla ruidosamente. El resto de la gente los mira. Parecen poco civilizados.
En los días siguientes, nos «aclimatamos» a la ciudad. Los ojos se hacen a la decadencia urbana y se esfuerzan por retener lo positivo. Quizá hemos perdido parte de la sensación de culpa por contemplar la pobreza desde la estúpida superioridad de venir de un país «libre», desde los euros, desde la libertad de llegar y de marcharse... en un lugar donde todo eso no existe. Nos vamos de compras a los mercadillos (nada de plástico ni prefabricado; todo artesanía y materiales naturales, como el nácar, las maderas nobles, el coral negro y el carey..., estos últimos comprados en voz baja, porque su venta está prohibida). Visitamos los museos (el de Bellas Artes describe como ninguno el pasado burgués de la isla). Nos bañamos en Varadero (lugar turístico anodino, pero con cálidas aguas turquesa de las que no quieres salir). Intentamos aprender a bailar salsa en la playa. Nos enseñan a preparar mojitos.
Dos noches antes del día del regreso, decidimos oír música «como la de Buena Vista Social Club». Nos recomiendan un local en la calle Obispo. Pasamos antes por El Floridita, donde Hemingway tomaba sus daiquirís -dobles y sin azúcar- y donde se conserva su taburete. Llegamos al local recomendado y nos sentamos en la única mesa libre. Una orquesta toca música de Compay Segundo. Al poco, entran un chico y una chica de entre 20 y 30 años, mulatos, guapísimos, altísimos. Se sientan a nuestro lado. Piden dos piñas coladas. Conversan intensamente, pero la música silencia las palabras. Al cabo de un rato, el chico pide la cuenta. Son 10 dólares. No tiene suficiente dinero. Nos mira con una mezcla de susto y vergüenza. Da explicaciones: «En realidad, los cubanos no solemos venir a sitios de turistas. No nos lo podemos permitir». Ofrecemos pagar la diferencia, pero la chica ya está sacando dinero. Tiene suficiente.
A partir de ahí, nos enzarzamos en una larga conversación. La pareja, a los que llamaremos Toni y Cati, nos habla de falta de horizontes y de libertad. Su ilusión sería marcharse del país. Toni tiene un hermano en España y tíos en Miami. Al final de la noche, parece empeñado: «Tienen que venir a cenar a mi casa mañana. Me gustaría que conocieran a mi mamá y a mi abuelita», dice. Aceptamos la invitación.
La despedida
La casa -un pequeño chalet de los años 40- está en una colonia de lo que debió de ser clase media alta. Tres generaciones-abuela, madre e hijo nos acogen con amabilidad anacrónica. La vivienda es sin duda lujosa para la media del país -gracias a la ayuda de la familia que vive fuera, deduzco-, a pesar de que los colchones reposan directamente sobre el terrazo. Traen canapés, croquetas, patatas fritas. La abuela prepara un daiquirí delicioso. Preguntamos por su vida, sus preocupaciones...
«La revolución fue buena para nosotros», se apresura a decir la abuela -de la edad de Fidel- tras el primer sorbo. «Yo no era más que una sirvienta; después de la revolución, pude estudiar para enfermera. Trabajé con excelentes cirujanos. Aún echo de menos aquel ambiente». Toni -tercera generación- se revuelve en su silla. Habla de prohibiciones, de falta de futuro. Pregunta por la vida en Europa, cómo es Madrid, qué hace la juventud, qué libros lee, qué música escucha, cómo funciona Internet... La madre -siguiente generación a la de Fidel- le mira con ojos resignados. «No podemos hacer nada; cada uno debemos vivir la vida que nos toca», dice en un intento de aparcar el tema. «Yo creo en Dios, y espero que las cosas mejoren para mis hijos. Nosotros tenemos la vida aquí». Al marcharnos, Toni quiere enseñarnos algo. Salimos al exterior. Es de noche. Subimos una empinada carretera en la que los baches apenas dejan ver asfalto. Al llegar a lo alto de una colina, se abre ante nuestros ojos una bellísima vista de La Habana, con sus luces y su océano al fondo. «Aquí vengo a meditar y a escribir mis cosas», dice Toni solemnemente. «Esta vista me hace pensar que hay otro mundo más allá. Cuando lleguen a España, no olviden que estamos a este lado del Océano».
Querido amigo, puedes estar seguro de que no lo olvidaremos.
Ver, oír, disfrutar...
-Museos interesantes. Museo de la Revolución; de Bellas Artes; museo Napoleónico; de la Catedral; de Alejo Carpentier; de Guayasamín; Casa de África; de la Perfumería; de Autos Antiguos; de la Ciudad; de José Martí; de Música...
-Visitas tópicas y típicas. Capitolio; plaza de la Catedral; Teatro Nacional; plaza de la Revolución; plaza de las Armas; paseo por el Malecón y la Avda. del Puerto; castillo del Morro; hotel Nacional; Tropicana; la Bodeguita del Medio...
-Música. Para chachachá, son, boleros... hay sitios como Macumba, Habana Café, el Pico Blanco. Hay espectáculo y baile en Copa Room, Parisién y el mundialmente famoso Tropicana. Los amantes de la salsa y los ritmos latinos movidos pueden acudir a El Palacio de la Salsa, cerca del Malecón, y a la discoteca Ipanema, en el hotel Copacabana. En el Café Cantante (Teatro Nacional de Cuba), actúan a diario orquestas de música cubana. Para los amantes del jazz, está el Club de Jazz la Zorra y el Cuervo. Dos Gardenias, en la zona de Miramar, es un local para los nostálgicos de los boleros y su época.
-Gastronomía. El plato nacional es el arroz con frijoles y, cuando la gente puede permitírselo, con pollo o cerdo. La langosta y el pescado solo se encuentran en restaurantes para turistas. Los paladares son casas de comida que el Gobierno permite regentar a familias cubanas. Se come aceptablemente, por unos 8 ó 10 euros/persona.
-Puros. En 1981, el Estado lanzó la marca Cohiba. Concebida para invitados oficiales, hoy se exporta. Montecristo sigue siendo la marca más vendida. Partagás y Hoyo de Monterrey son marcas prestigiosas. Casa Partagás (calle Industria) ofrece la posibilidad de ver la fábrica y comprar puros.
-Compras. Mercadillos en la plaza de la Catedral (fin de semana); esquina del Malecón con la calle 21 (martes a domingo); feria de La Habana Vieja (calle Cuba). Para ropa: hotel Sevilla, en la calle Trocadero; centro comercial 5ª Avenida. La Época y Sorpresa (centro de la ciudad).
Texto y fotos: Marisol Guisasola
El régimen comunista y el posterior bloqueo norteamericano han permitido que hoy disfrutemos de un legado arquitectónico único en el mundo, declarado Patrimonio de la Humanidad
Los fondos llegados para la recuperación son patentes. Una sucesión de casas de los siglos XVII, XVIII, XIX y principios del XX –barrocas, neoclásicas, modernistas, art deco– hablan de una burguesía cosmopolita y refinada
En La Habana Vieja, junto a algún bello edificio colonial, fachadas destartaladas y sin cristales retienen rastros de lo que, en su día, debió de ser pintura
Topicana, la Bodeguita de en Medio, y Floridita, donde Hemingway tomaba sus daiquirís y donde se conserva su taburete, son visitas obligadas para el turista
Hotel Nacional
Era el lugar donde los mafiosos norteamericanos que llegaban de Miami se hospedaban y celebraban sus antológicas fiestas regadas de alcohol y otras sustancias. Ambiente art deco y buena cocina. En su salón de Embajadores se celebran festivales de jazz y conciertos de salsa.
Cócteles para preparar en casa. Los cubanos preparan los mejores cócteles del mundo. La mayoría llevan ron, bebida nacional.
-Mojito. Se vierte en un vaso media cucharada de azúcar y zumo de limón verde. Se añaden unas hojas de menta fresca, una medida de ron y varios cubos de hielo. Se llena con agua con gas. Se agita.
-Daiquirí. Se vierte en una coctelera un chorrito de zumo de limón, azúcar, una medida de ron, unas gotas de marrasquino y hielo picado. Se agita.
POR QUÉ NOS GUSTA...
La Habana es una ciudad de contrastes donde todo cobra una nueva perspectiva, un nuevo color. El Malecón, la Habana Vieja, Centro Habana... cualquier lugar es mágico para perderse en él. Una ciudad segura para los turistas y fotogénica para las cámaras.
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