Cuando las defensas nos atacan...
Inflamación crónica y enfermedades autoinmunes
¿Qué tienen en común la esclerosis múltiple, el lupus, la artritis reumatoide, la psoriasis...? Que todas ellas son enfermedades autoinmunes, es decir, patologías que se producen cuando, por error, las defensas –y en concreto, las células inmunitarias– que deberían protegernos de los invasores atacan tejidos sanos del organismo.
Para valorar la respuesta inflamatoria en la artritis reumatoide, hace ahora 20 años, expertos del London Imperial College empezaron a utilizar nuevas técnicas moleculares y descubrieron que cierto factor, llamado factor de necrosis tumoral (TNF por sus siglas en inglés), parecía el encargado de regular la producción de citoquinas altamente inflamatorias. Finalmente, una compañía farmacéutica produjo un inhibidor de TNF y, en 1992, comenzó a testar el producto. Los resultados sorprendieron a los propios investigadores. Hasta el día de hoy, más de medio millón de personas con artritis reumatoide de todo el mundo han visto cómo el deterioro de sus articulaciones se detenía, sus dolores se reducían, aumentaba su movilidad y mejoraba enormemente su calidad de vida ¡y su estado de ánimo! Desde entonces, nuevos fármacos anti-TNF han demostrado ser igualmente eficaces en la enfermedad de Crohn, la psoriasis y otras enfermedades autoinmunes. El problema es que no funcionan en todos los pacientes. Los expertos creen que la señal que genera el TNF en la artritis reumatoide puede ser diferente de la señal inmunitaria que protege el organismo de infecciones. Es un nuevo comienzo que podría conducir a nuevos campos de conocimiento y a nuevos tratamientos.
Tu cuerpo, campo de batalla
Para entender bien el proceso inflamatorio, conviene conocer los principios básicos de la respuesta inmunológica. En cuanto nos hacemos una herida o nos clavamos una espina de rosa, células centinela diseminadas por todo nuestro organismo alertan al sistema inmunitario de la presencia de cualquier bacteria que haya penetrado a través de la herida. Algunas de estas células, llamadas mastocitos, liberan histamina, una sustancia química que hace que los capilares cercanos a la herida o punción se vuelvan permeables. Eso permite que los vasos dejen escapar pequeñas cantidades de plasma, lo que frena el avance de las bacterias invasoras y prepara el camino para que otros «combatientes» de nuestro ejército defensivo acudan al lugar. Mientras tanto, otro grupo de centinelas, llamados macrófagos, comienza un contraataque inmediato, y libera más sustancias químicas defensivas e inflamatorias, las citoquinas, que reclaman nuevos refuerzos. Pronto, ola tras ola de células inmunitarias inundan el lugar, destruyendo los agentes patógenos y también el tejido dañado.
Los médicos denominan «inmunidad innata» a esta respuesta defensiva generalizada. De hecho, animales primitivos, como la estrella de mar, se defienden de ese modo. El problema es que los animales más evolucionados, como el hombre, han desarrollado un sistema de defensa más preciso que les permite intensificar esa respuesta innata creando anticuerpos específicos frente a bacterias y virus concretos.
Esta «inmunidad aprendida» es la que permite a las compañías farmacéuticas desarrollar vacunas contra patógenos concretos. Al trabajar a dúo, la inmunidad innata y la inmunidad aprendida emprenden batallas conjuntas hasta que los invasores quedan aniquilados. Luego, el proceso inflamatorio remite y comienza la curación. Los problemas comienzan cuando la inflamación se hace crónica. Sus efectos dependen en gran manera del lugar del organismo donde se instala.
Marisol Guisasola
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