¿Cómo escribir la vida de otra persona?
«Venga, abuela, cuéntanos cosas de cuando tú eras pequeña», nos pide una vocecilla que, a veces, no es más que el eco de nuestros propios deseos de revivir la propia historia: volver a encontrarnos con el niño que fuimos para tomar mejor de la mano al que nos pregunta y ayudarle a construir su futuro. Recibir y transmitir: son las palabras que enlazan a las sucesivas generaciones.
A veces sentimos deseos de contar la vida de nuestros padres o de algún amigo. La primera condición, en este caso, es que el protagonista también lo desee. Inmediatamente después hay que definir cómo será esa obra hecha a medias: ¿a quién se va a dirigir el relato?, ¿qué forma tendrá? Hay que observar unas reglas de deontología. Por ejemplo, la persona sobre la que se va a escribir puede poner condiciones: «Te lo cuento a ti, pero no quiero que mi esposa (mi marido, mis hijos...) lo sepan mientras viva». Y aquí llegamos a la segunda regla: la memoria es de quien cuenta, y, ante todo, hay que respetarla. El que cuenta es dueño de su vida, de sus olvidos y de sus transformaciones. Contar la vida es recrearla: el mismo hecho se puede contar de muchas formas diferentes.
Este contrato moral implica también un reparto de papeles: «Tú cuentas, y yo hago algunas preguntas para marcar el curso del relato, pero sin estructurarlo de forma rígida...». La tercera regla es evitar hacer el trabajo en presencia de terceras personas, que podrían caer en la tentación de apropiarse del relato y tratar de controlarlo o rectificarlo. El ejemplo clásico es el de la hija presente en las entrevistas con su madre o el de las parejas en las que cada cónyuge intenta adueñarse de los recuerdos del otro... Al final, todo el mundo se siente engañado y descontento.
Oír a alguien contar su vida es también saber respetar y escuchar sus silencios. Sin presionarle. Trabajar con la memoria lleva su tiempo. Porque hay silencios que cuentan muchas cosas: emoción, alegría, pena. El que guarda silencio puede pasear en su inmensidad interior, meditar. Si es así, paciencia: el silencio se romperá solo.
Conviene tener en cuenta también que no hay anécdota intrascendente. Todas dan cuerpo y vida al relato, lo sitúan en un contexto y suscitan imágenes. Por ejemplo, una señora recordaba que su madre, en un pueblecito de Cantabria, iba a la fuente escoltada por un perro, varios gatos, dos gallinas y un cerdo. Un desfile entrañable. Pero también con respecto a las anécdotas es obligado respetar la voluntad del narrador. Otra señora contaba que su madre pasaba tantas estrecheces económicas que en un baile, hacia 1920, casi pierde la falda de lo gastada que estaba la goma de la cinturilla. Enseguida, la señora rectificó: «No, no escribas eso». La anécdota, sin embargo, era muy ilustrativa de la situación económica de la familia.
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